Consecuencia
inmediata del nacimiento a la luz, del despertar, es la convicción de que no
somos de este mundo, pero vivimos en él, que esta estancia mundana, solo es un
tránsito hacía otros niveles superiores de conciencia y vida.
Al tener la
convicción de inmortalidad espiritual, se comienza a relativizar lo que este
mundo ofrece como culmen de gloria y poder y se anhela solo progresar en la
vida espiritual para alcanzar en su momento el tránsito hacía el destino que se
nos tiene deparado.
Si no somos
materia, si somos energía, si nada muere, que todo se transforma, esta es la
consecuencia: un tránsito. Más nuestra mente y nuestro Ego lucharán por
entender, por comprender, lo que sólo se puede sentir. Y ante la falta de
argumentos sólidos que la mente puede comprender y entender abandonan el camino
del desarrollo espiritual y siguen señoreados por quienes si tienen un final
seguro: la mente y el Ego.
Por el
contrario quien se deja señorear por el espíritu siente y al sentir sabe y al
saber confía y al confiar ama y al amar encuentra su propia esencia, el amor
por el que fue creado.
Santa
Teresa de Jesús lo expresó con claridad: “Sólo Dios basta”.
Pero
durante un tiempo la vida transcurre en este mundo. ¿Y ahora qué?, preguntó el
aprendiz al maestro Zen, después de un período largo de aprendizaje en el
monasterio, y éste le dijo: “Ahora; el mercado”.
Compaginar
la vida en la tierra con la esencia espiritual es el mayor y más sublime
aprendizaje. Mantener los pies en la tierra y con un dedo tocar el cielo. Mantener
los pies en la tierra y levantar los brazos para abrazar la eternidad y el
infinito al que pertenecemos. Quién así vive, con un sentido trascendente y
sobrenatural de la vida se integra, se realiza como ser integral e integra en
su vida toda la fuerza que Dios ha puesto en las manos de su creación en la
seguridad de que al hacerlo todo con amor sólo amor nacerá de quien para
alcanzar el cielo e integrarlo en su vida ha tenido que convertirse en su
esencia, en su Ser, en AMOR.