Todo aquel que despierta a una plena
consciencia y comienza su camino interior en el autodescubrimiento de lo que
realmente es, todo aquel que tiene su encuentro personal con la VERDAD y
comienza una vida en la que su afán es comunicarla y hacer partícipe a los
demás de ella, todo aquel que es expresión del profundo cambio que produce la
LUZ, todo aquel que ha realizado un giro en su vida de ciento ochenta grados,
todos, son signos de contradicción y sorpresa entre quienes les observan.
El cambio es tan evidente, tan real, que la
incredulidad se expresa en los que hasta ahora conocían un personaje que por
fin se ha quitado la máscara y aparece tal cual es.
Como si del cuento de la Cenicienta se
tratara, a las doce con la última campanada acaba el baile y el personaje que
durante años se mantuvo en este mundo desaparece y comienza el proceso
paulatino de agrietamiento de la piel de barro que agrietada irá dejando ver el interior poco a poco con un gran fulgor y una gran luz.
Cuenta una tradición budista que la mayor
estatua erigida a Buda fue cubierta
completamente de barro para que durante una guerra no fuera saqueada. Los
monjes que idearon el ardid murieron en un saqueo y nadie pudo contar que el
Buda de barro era verdaderamente de oro, hasta que siglos, muchos siglos
después se desquebrajó y por una de sus grietas un monje curioso introdujo una
lámpara que le deslumbró, al retirar con cuidado la capa de arcilla que cubría
todo el inmenso Buda comprobaron que estaba hecho de puro oro.
Esta historia nos muestra como la vida y las
circunstancias pueden ir cubriendo nuestro SER, nuestra verdadera esencia de
capas de arcilla, que dan lugar a diversos personajes creados para defendernos
en distintas circunstancias, esos personajes, o cabezudos, se quedan con
nosotros más allá del tiempo necesario para la función que fueron creados y
algunos llegan a dominar por completo la vida de sus propios creadores.
El despertar a la vida espiritual conlleva la
caída, el descalabro y la rotura de esas máscaras, de esos cabezudos y que
comience a relucir el verdadero yo, ese que algunos llaman el “yo profundo”, el SER de la ontología, el
ALMA de los cristianos, para desde de él gobernar esta nave tan especial que es
el hombre y la mujer y comenzar a ser “uno mismo”. Más en muchas ocasiones se
confunde “ser uno mismo” con una de esas máscaras o cabezudos, siendo la clave
para desenmascararlos el orgullo y la vanidad, pues son todos ellos orgullosos
y vanidosas y sobre todo no pueden “olvidarse de sí” para “darse” a los demás.
Cuando uno llega al Ser, al Alma, el olvido de sí y el darse son la norma de la
casa, el emblema, el signo evidente de que son las auténticas, de que somos,
sin máscaras.
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